Inventarse un oasis

Jordi Cardero
7 min readAug 9, 2021

Pocas veces puedes sentir más impotencia que cuando te despiertas bruscamente de un sueño perfecto, tan ideal, que tratas de volver a dormirte para reencontrarte con él. Nunca sucede. Lo más cercano a ese sueño es ponerte un vídeo de sus goles y quedarte atrapado allí. Aunque quizá sea algún tipo de droga, permaneces en un momento finito donde parte de tu vida vuelve a pasar por delante de tus ojos. Pero cuanto más se alarga, más duele al apagar la tele o bajar la pantalla del portátil.

Ninguna fiesta dura eternamente, esta nos aletargó porque cada partido, cada gol, cada regate, era un país al que exiliarse. Dijo Joan Laporta hace unos meses que en el Camp Nou “no hay temporadas de transición”. Ahora, entre mentidas ininteligibles y verdades incomprensibles, tras el funeral de estado, el Barça está abocado a nacer cuando aún no ha aceptado su muerte. No hay otra.La marcha de Messi es una de esas cicatrices que nunca van a cerrarse. Ni volveremos a ser niños ni visitaremos Disneyland cada tres días. No, Leo, la gente no se va a acostumbrar.

Messi construyó una pared en mitad del desierto y dibujó en ella el mar, haciéndonos creer estar en la playa más paradisiaca del mundo. Nos hizo creer estar en un mundo donde los desgobiernos parecían algo liviano. Pero ahora el decorado ha caído, se lo ha llevado. Detrás de los escombros solo quedan kilómetros de arena y la obligación de empezar la larga marcha.

La perspectiva cambia. Habrá que imaginar oasis en las pequeñas cosas, saborear las pequeñas victorias: ilusionarse con la irrupción de un hipnotizante canterano, con un Ansu Fati sano, un Griezmann que vive su ahora o nunca, un De Jong en plenitud o un Memphis tan carismático como rimbombante. El Barça no está en la casilla de salida, está bastante más atrás porque el club no tiene margen de maniobra alguno. Sin embargo, la altura de los techos ha cambiado. Luis Enrique hizo ingeniería de la pizarra para sostener un equipo que tenía un tridente que partía al equipo. Ernesto Valverde, que nos contó con su fútbol los límites de la plantilla, trabajó con el tope que suponía el rechazo a defender de Suárez y Messi, incompatible con Europa. Ronald Koeman, como descomunal muro de contención a las incesantes bombas que caen sobre el autodestructivo Barcelona, tuvo que reinventarse para abarcar al mejor último Messi.

Con el paso de los años, Leo fue condicionante. Evidentemente sin balón, con un equipo obligado a defender con un hombre menos y a hacerlo a menor altura, de forma menos agresiva. Si bien los últimos grandes equipos dominadores europeos -Manchester City, Liverpool, Bayern- tenían la presión como una forma de amordazamiento, el Barça ni siquiera podía contemplar usar esa arma (ahora, en parte, dependerá de los galones que crea tener Depay).

En ataque, el pase a Messi era la solución fácil, casi una obligación. Porque, ¿qué puede hacer el poseedor del balón o cualquier otro mortal que no vaya a hacer Leo? Aunque al mismo tiempo, el equipo se tornaba previsible (aun teniendo al jugador más imprevisible del mundo). Y los compañeros del argentino, más allá de la saciada diagonal a Jordi Alba, quedaban expectantes al repertorio de su varita. Y así, el Barça fue sobreviviendo durante los últimos años: con infinidad de partidos con sabor a lunes por la mañana y sábanas pegadas al cuerpo que se cerraban con un gol de falta o uno de esos tantos que creíamos terrenales, rutinarios, y que ahora en las recopilaciones vemos más con ojos nostálgicos que como elogio de vida.

Perder a un líder -con el agravante de que sea Leo dicho líder- supone exámenes constantes en cualquier panorama adverso: no hay luz a la que acudir, hay que buscar nuevos caminos. La pirámide jerárquica, más futbolística que de vestuario, tiene que volver a construirse. En este capítulo tienen que aparecer futbolistas que, hasta ahora, no se han construido en base a certezas. La tumba del mejor Barça de todos los tiempos fue el triplete de 2015. Siguió el legado de Bartomeu, con el socio cegado por el brillo de las copas, y Neymar abandonó el barco. Lo hizo para probarse como jugador franquicia, aunque terminará acudiendo de nuevo a Messi para volver a ganar. En la herencia del brasileño -Dembélé, Coutinho y Griezmann- está la ruina económica del club.

Si uno de los vestigios de Neymar empezar a barrer escombros ese es Antoine. Empieza su día cero porque es ahora cuando podemos comenzar a valorar al jugador que fue y que nunca podría haber sido con Messi en el campo. Con Dembélé no cambiará nada: seguirá siendo un pelotero con un campo de visión unidimensional que no le permite traspasar la frontera del yo y la pelota. Es un futbolista inefable para el que no existirán ni buenas ni malas rachas prolongadas, porque de su anarquía nacen jugadas triviales e inefables que le hacen reinar y defraudar en los contextos más dispares. Con Coutinho, el problema de base fue contarlo como sucesor de Iniesta cuando el escenario en el que nació la estrella del Liverpool era antagónica al teatro del Camp Nou. Nadie ha mostrado mayor certeza que un niño de 18 años, cuya irrupción y detonante de los establecido podría haber sido uno de aquellos sueños. El Barça volará más o menos alto dependiendo de lo que le permita la rodilla de Ansu. Y de lo que crezca la conexión natural entre Griezmann y Memphis.

La Eurocopa 2020 demostró que el Barça lleva años intentando justificar el declive de Busquets cuando, bien rodeado y construyéndole un entorno favorable, fue uno de los centrocampistas más dominantes del torneo. Mucho tendrían cambiar las cosas para que Pedri no vuelva a acumular decenas y decenas de partidos en sus botas. No le pesó ni el escenario ni la camiseta porque no tuvo tiempo para darse cuenta de que lo estava viviendo: debut en la élite, en la Champions, Eurocopa, JJOO y de nuevo a la casilla de salida. Éxtasis como gasolina para el cuerpo. El tercer componente bailó entre la defensa y el centro del campo, pero es en el medio del camino donde el Barça más lo necesita. El equipo sumó 1.62 puntos por partido jugando con el 4–2–3–1, 1.56 puntos con el esquema de tres centrales y 2.75 con el 4–3–3, donde el holandés se redescubrió pisando el área. Sin Leo, hay que empezar a construir caminos totalmente nuevos.

Uno de los oasis en los que el club va a abastecerse es la cantera. Los hijos de la ruina. El talento que le ha nacido al Barça en uno de sus puntos más complicados de su historia es una bendición: quizá algo de suerte en la coincidencia, quizá fruto de mirar con buenos ojos a las nuevas generaciones. Emergió Ilaix Moriba para abanderar una nueva hornada y tras los líos contractuales parece que Nico y Gavi le hayan dejado tirado en el baúl de los juguetes rotos. Por donde desfilan por el borde, haciendo equilibrismo, Riqui Puig y Álex Collado, quienes preparados para dar el salto definitivo parecen haber sido adelantados, por proyección o adecuación, por Yusuf Demir y Nico y Gavi. Se suman al grupo de jóvenes Araujo -que terminará en indiscutible- o Èric Garcia. Todos ellos lanzados a la élite sin tiempo para madurar su fútbol, lo harán jugando. Porque en el Barça, y más aún en la emergencia, “no hay temporadas de transición”.

Cada uno tiene su particular historia con Messi. De amor o de odio. Cuántos Leo habrán nacido, de cuántos niños habrá sido culpable, cuántas veces se tratarán de emular sus jugadas, sus goles, sus celebraciones, aquellos viajes imposibles con el balón. Todos tenemos una historia con Messi. La mía nace en un Barça-Arsenal en 2010, cuando mi padre se levantó poco antes del descanso para ahorrarse la cola e ir a buscar nuestras rutinarias butifarras de los días de Champions y Leo decidió marcar un par de goles. Apenas los celebré, no sabía cómo hacerlo solo, sin mi padre. Tampoco sin mi abuelo, que ya no podía ir al estadio. Al fin y al cabo, el fútbol pierde sentido si no puede ser compartido. Todas esas historias forman el legado de Messi.

Hubiéramos preferido que se fuese a jugar a béisbol, o a trotar por el mundo como Xavi e Iniesta. O que vistiese la camiseta de Newells. Cualquier taxista del mundo ya no te dirá Oh, Messi! cuando le digas que eres de Barcelona. Y miles de turistas dejarán de atravesar países y cruzar océanos para quedar anonadados viendo desde la tercera gradería del Camp Nou a un futbolista minúsculo.

Leo se ha llevado nuestra infancia, nuestra adolescencia, nuestra madurez. Nada cuesta más que desacostumbrarse, que dejar de ver el Camp Nou como un Louvre. La pared que se quebró tras su marcha nos muestra un desierto enorme, casi infinito. Y cada lágrima en la despedida, un oasis al que agarrarse y volver a volver, volver a empezar.

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