Koeman en la casa de Gatsby

Jordi Cardero
5 min readMay 12, 2021

El peor momento de la noche es cuando termina. Vasos rotos, el crujir del cristal al pisarlo, botellas de cava flotando en la piscina, lámparas rotas y mucho confeti derritiéndose por las escalinatas de la mansión. Ronald Koeman llegó tarde a la fiesta de Gatsby. Del glamour solo quedaban resquicios, pruebas. Gatsby era un anónimo que vivía en una mansión en la que se celebraban las mejores fiestas de Nueva York. Pero nadie lo conocía ni sabía cómo vestía, cuántos años tenía o a qué se dedicaba. Sin embargo, todos aceptaban sus invitaciones.

Gatsby, hasta rebelarse, fue una idea. Un lugar de felicidad, de rebeldía, de éxtasis que se repetía noche tras noche. El Barça también fue eso: noches de desenfreno que, aunque daban pistas de que todo, incluso lo mejor, tenía final, no avisó de la última vez. Koeman llegó tarde y se encontró un equipo en descomposición: a Luis Suárez desterrado, a Leo Messi atado con cadenas a una silla metálica y al resto del equipo envuelto en el velo del letargo. La fiesta se consumía en el Camp Nou y, tras Valverde y Setién, a Koeman le tocó lidiar con un equipo traumado en las últimas grandes citas, herencia del ideólogo Bartomeu.

Aún con el recuerdo del héroe de Wembley, Koeman se deshizo de la inmortalidad del mito para presentarse como entrenador. O como mártir. Trató de llegar a todos los sectores del barcelonismo. Incluso al más radical, amparándose en los errores arbitrales. Era el año más difícil de gestionar en un Camp Nou convertido en sitcom y con Bartomeu habiendo representado a Michael Scott. Ha repetido en más de una ocasión Joan Laporta que “en el Barça no hay temporadas de transición”. Y no las hay, pero ni a Koeman le ofrecieron las herramientas que quería, ni la suerte, con Ansu Fati como premonición y certeza, le acompañó.

Koeman empezó apostando por un 4–2–3–1 en el que todas las piezas parecían partir de su lugar de nacimiento. Era una apuesta, sobre todo, para dar un empujón a De Jong. También probó con el 4–3–3 con un Frenkie con alas, auspiciado por la pizarra y turista del área. Pero el equipo no terminó de creerse el plan. Con el resultado en contra, Koeman se lanzaba a la piscina con toda su artillería. Delanteros por defensas, el truco del fútbol más rústico, con tintes de blanco y negro, de más sentido nominal que arquitectónico.

Koeman sabía que una de las claves para hacer progresar al equipo sería De Jong

Entonces llegó el 3–5–2, en un momento de la noche en el que aún todo parecía posible. Desde entonces, el Barça jugó siempre el mismo partido, aun a riesgo de caerse. Y cayó. Defenestró su Plan B: ya no existen ni Trincao, ni Braithwaite, ni mucho menos Riqui Puig. Ni el primero ni el canterano apenas han podido mostrarse en contextos favorables, a lo largo de 90’. Eran la última gota de esperanza. Y jugarse la última bala con jugadores por hacerse es poco menos que una moneda al aire. A lo largo del año, el Barça de Koeman ha dejado noticias positivas. Renacieron Jordi Alba y Sergio Busquets y Griezmann empezó a fluir y sentirse cómodo desde la sombra en la que nació el Karim Benzema para Cristiano Ronaldo.

El Barça es un equipo sin perspectiva. Quiere competir por lo mismo -Liga y Champions- basándose en lo que fue y en que algunos de aquellos protagonistas siguen pisando el Camp Nou. El equipo de Messi, Busquets y Piqué, la columna de los últimos grandes Barça, intentan esconder la vulnerabilidad que sienten. Competir en la Europa del Manchester City, del Bayern München o del penúltimo Liverpool queda ya demasiado lejos. Porque la vuelta en París fue el prólogo de una esperanza que no tenía ningún sitio al que agarrarse.

Siendo un equipo herido, rozando lo anticompetitivo en más de un escenario, el Barça no ha encontrado en el banquillo a un genio capaz de agitar las fichas y sacar una solución. Si bien la cima del mundo se la disputarán el intervencionismo extremo de Thomas Tuchel y Pep Guardiola, Koeman les observará desde la trinchera de su fútbol, mucho más dependiente de la inspiración del futbolista.

Las remontadas en Copa no fueron gasolina suficiente para llegar a final de temproada.

Porque un día probó con los tres centrales y desde entonces el Barça ha jugado el mismo partido: con un Piqué renqueante, a lomos de Messi y exprimiendo las cabezas de Pedri y De Jong. Fue la apuesta del todo porque Ronald se negó a combinar miradas, a probar con otras cosas, y el equipo -que ya había tocado techo- jugó los últimos meses más a sobrevivir que a saberse dominador. De aquí nacieron la derrota del Granada y el empate ante Atlético de Madrid y Levante: de la imposibilidad de no sentirse consumido, de saber que los fogonazos de París y las remontadas de Copa no llenaron lo suficiente el depósito para llegar a la orilla a final de temporada.

“Recuerdo ir viajando en taxi una tarde entre altísimos edificios y un cielo malva y rosado; comencé a llorar a lágrima viva porque tenía todo lo que quería y sabía que nunca volvería a ser tan feliz”, escribió una vez Francis Scott Fitzgerald, ingeniero de Gatsby. El Barça lo siente ahora, agarrándose a los últimos coletazos de la generación de Messi. Pero también sintiendo el nacimiento de una nueva: la de Pedri, De Jong, Ilaix Moriba y Ansu Fati -si consigue escapar del fantasma de las lesiones-. Koeman ha sido el puente entre el cuerpo inerte en la lona de Lisboa y el nacimiento del algo nuevo. Quizá sea insuficiente para convertir al Barcelona en algo superior, pese haber elevado a Dembélé, que a vistas de la pizarra sigue siendo un niño con un balón.

Koeman fue probando hasta encontrar algo definitivo: iría a ganar con once futbolistas y desertaría el resto. Tampoco le acompañó el equipo. El trauma del Barcelona es tan grande que ya no solo se pintarán derrotas inflexivas en grandes capitales europeas, porque psicológicamente está al límite. Levantarse con resaca siempre costó más. Quizá Koeman sea el protagonista que Fitzgerald imaginaría para una segunda parte de The Great Gatsby. Ronald se apuntó a la fiesta del Barça, aun sabiendo que llegaba tarde y que probablemente no quedarían más que vestigios. Al poner pie en la mansión supo que la invitación había caducado.

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